Antoni Matabosch, catedrático emérito de la Facultad de Teología de Cataluña, presidente honorario de la Fundación Joan Maragall y académico de número de la Real Academia Europea de Doctores-Barcelona 1914 (RAED) y vicepresidente de su Sección de Ciencias Humanas, reflexiona sobre los perjuicios que para la Iglesia ha tenido el proceso de inmatriculación de bienes promovido por el Gobierno para determinar sus propiedades en el artículo «¡Ya basta!», publicado en el diario «La Vanguardia» el pasado 20 de noviembre. Para el académico, los argumentos para cuestionar la legitimidad de todo tipo de propiedades religiosas han estado marcados por el prejuicio de quienes ejercen el poder político.
“Se sigue diciendo como algo cierto que la Iglesia se ha apropiado (robado) de miles y miles de propiedades con el permiso de una ley franquista. Y no hay manera de hacer cambiar este prejuicio…”
«Se sigue diciendo como algo cierto que la Iglesia se ha apropiado (robado) de miles y miles de propiedades con el permiso de una ley franquista. Y no hay manera de hacer cambiar este prejuicio. A veces es desesperante y uno ya no sabe qué más decir o hacer. Ya basta de decir mentiras y desprestigiar el nombre de la Iglesia, que como toda obra también humana, tiene sus pecados y equivocaciones. Pero este no es el caso de las inscripciones de bienes en el Registro de la Propiedad«, señala el académico en su artículo.
Matabosch explica cómo durante la primera mitad del siglo XIX, mediante la denominada Desamortización de Mendizábal, todos los bienes de parroquias, conventos, monasterios, obispados fueron «desamortizados» por el Estado y puestos a la venta.
«Eso provocó un embrollo tan grande que se creó el Registro de la Propiedad en el año 1861, donde se podían inscribir los bienes, con la intención de poner un poco de orden. Hubo un tapón tan grande que las autoridades decidieron en 1863 que aquellos inmuebles cuyo propietario era evidente y notorio (ayuntamientos, Estado, centros de culto…) no se podían inscribir. Ya era bien conocido de quiénes eran. El Estado decidió, en sucesivas leyes, desde el año 1863 hasta 1998, que todos los inmuebles eclesiales que no eran centros de culto sin papel directo de propiedad se pudieran inscribir (inmatricular) con una certificación del obispo y aportando otros documentos que probaran la propiedad (catastro, uso inmemorial, etcétera)», añade.
El caso es que aunque a lo largo de los últimos años se hayan realizado estas inmatriculaciones como marca la ley, no dejan de aflorar las críticas por la inscripción de unos bienes que muchos creen públicos, por más que apenas se hayan realizado reclamaciones. «Los pocos casos dudosos se van resolviendo. Las comunidades cristianas han construido y conservado lugares de culto abiertos a todo el mundo. Esta es la realidad y la verdad. Ahora es el momento de pasar del prejuicio al juicio objetivo», concluye Matabosch.