Francisco López Muñoz
Profesor de Farmacología, vicerrector de Investigación y Ciencia y director de la Escuela Internacional de Doctorado de la Universidad Camilo José Cela. Académico de número de la Real Academia Europea de Doctores-Barcelona 1914 (RAED)

Artículo publicado en el portal especializado The Conversation y en el diario «El Correo» el 6 y el 7 de julio de 2021

Francisco López Muñoz, profesor de Farmacología de la Universidad Camilo José Cela y académico de número de la Real Academia Europea de Doctores-Barcelona 1914 (RAED), recuerda el gran avance médico que supuso el descubrimiento del primer gas anestésico en el siglo XVIII, que llegaría a la medicina gracias al uso que le dieron los dentistas, en el artículo «La curiosa historia del descubrimiento de la anestesia gaseosa: de las ferias ambulantes a los quirófanos», publicado en el portal especializado The Conversation y en el diario «El Correo» los pasados 6 y 7 de julio, respectivamente.

Descubierto en 1775 por el químico inglés Joseph Priestley al tratar en caliente limaduras de hierro con ácido nítrico, el óxido nitroso o aire nitroso flogisticado se convirtió ya en 1775 en el primer anestésico gaseoso de la historia. Aunque fue el también británico Humphry Davy, considerado el fundador de la electroquímica, quien desarrolló sus propiedades anestésicas años más tarde. En un libro publicado en 1800 especuló con la posibilidad de que el nuevo gas pudiera tener una importante utilidad en cirugía, dada su capacidad analgésica. Y un ayudante y alumno de Davy, Michael Faraday, estudió las propiedades del éter y advirtió que su capacidad para inducir un estado de insensibilidad letárgica era muy parecida a la del óxido nitroso.

Sin embargo, el académico explica cómo las dos sustancias acabaron obteniendo un gran éxito para el uso recreativo antes de extenderse su uso terapéutico. De hecho, el óxido nitroso, por su capacidad euforizante, alcanzó una enorme popularidad como «gas de la risa» en reuniones de la alta sociedad y, posteriormente, en el ámbito circense. Por su parte, el éter se tornó en una bebida euforizante, competencia directa de las bebidas alcohólicas y dispensada también en tascas y tabernas, llegando a ocasionar en algunos países, como Irlanda, una auténtica epidemia de «eteromanía».

«La recuperación para la ciencia médica de las propiedades anestésicas del protóxido de ázoe y del éter se debe a dos dentistas norteamericanos, Horace Wells y William T.G. Morton. Como sucedió con otras grandes aportaciones a la historia de la medicina, en este caso, plagada de controversias, intervino la serendipia de forma crucial. En 1844, ejerciendo en la localidad de Hartford, Wells acudió a una representación del famoso Circo Barnum. Este ofrecía, entre otras atracciones, una sesión de gas hilarante dirigida por un farmacéutico ambulante llamado Gardner Q. Colton. El azar quiso que un vecino del pueblo, Samuel Cooley, sufriera una aparatosa herida durante la sesión, sin mostrar ningún tipo de dolor mientras duraban los efectos del gas. Wells rápidamente vio la posible utilidad de esta sustancia en el ejercicio de su profesión y solicitó a Colton que acudiera a su consulta para aplicarle el gas a él mismo y dejarse extraer una pieza dentaria», detalla López Muñoz.

Fue John C. Warren, cirujano del Hospital General de Massachusetts, en Boston, quien utilizó por primera vez este tipo de anestesia en una operación quirúrgica en 1846. Un paciente con un tumor cervical permaneció inconsciente e inmóvil durante toda la intervención de Warren. Y solo un año después, el químico inglés David Waldie sugirió al ginecólogo James Y. Simpson, conocido como «El Partero de Edimburgo», la posible utilidad del cloroformo, previamente ensayada en animales de laboratorio, como anestésico general.

 

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