
Fernando Ónega
Fernando Ónega, reconocido periodista, presidente del portal especializado 65ymás y académico de honor de la Real Academia Europea de Doctores (RAED), comparte con la comunidad académica el emotivo discurso que ofreció durante la recepción del Premio de Honor de la Asociación de Prensa de Madrid, el pasado mes de mayo, en un acto presidido por los Reyes Felipe VI y Letizia, en el Auditorio Caja de Música del espacio CentroCentro, actual sede del Ayuntamiento de Madrid. El acto contó también con la presencia del alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida; el ministro de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, Félix Bolaños; el delegado del Gobierno en la Comunidad de Madrid, Francisco Martín Aguirre, y la delegada de Cultura, Turismo y Deporte del Ayuntamiento de Madrid, Marta Rivera de la Cruz. El jurado destacó de Ónega sus seis décadas de ejercicio de la profesión y su compromiso tanto con el rigor periodístico como con la libertad de prensa en plena transición democrática.
Jefe de prensa de la Presidencia del Gobierno durante el mandato de Adolfo Suárez y autor de buena parte de sus discursos, Ónega ha trabajado en distintos medios escritos y audiovisuales. En la radio, inauguró el género radiofónico de la tribuna política en plena transición en el programa «Hora 25» de la Cadena Ser. Después ha sido director de informativos de la misma cadena, así como de la Cadena Cope, además de director general de Onda Cero. En esta misma emisora, colaboró con Luis del Olmo y con Carlos Herrera. En prensa escrita publicó su primer artículo a los 13 años en «La Noche» de Santiago de Compostela. Dos años después ya firmaba una página semanal y hacía entrevistas en «El Progreso» de Lugo. Dirigió el diario «Ya», fundó el confidencial y la agencia «Off the record» y actualmente es columnista en los diarios «La Vanguardia» y «La Voz de Galicia». En televisión, fue director de varios programas en Televisión Española, así como director de relaciones externas de la cadena pública. También presentó los espacios informativos de Telecinco y Antena 3. Es autor de diversos libros, entre los que destacan «El termómetro de la vida», «Puedo prometer y prometo», «Juan Carlos I» y «Qué nos ha pasado, España». A lo largo de su trayectoria también ha recibido más de un centenar de galardones.
Discurso de Fernando Ónega
Confieso ante vos, majestades, que la carne es tan débil como decía el catecismo. Y como la carne es tan débil, ayer caí en una tentación: decidí ponerme en el lado bueno del verso de Antonio Machado («de diez cabezas, nueve / embisten y una piensa») y me pareció que un discurso como este había que pensarlo. Tampoco mucho, porque pensar en este país suele ser pecado malamente compatible con la liturgia de la crispación.
Además, te pones a pensar imaginando que haces algo inocente, y a quienes creemos en meigas y otros gobernantes, empezamos a ver fantasmas. El más agobiante, quién soy yo para hablar en nombre de nadie. Quién soy yo para hablar en nombre de Vicente Vallés, que te deja mudo cada noche al interpretar la actualidad y me pisó el piropo al decirme que mi premio engrandece al suyo, cuando él sabe que es al revés. Quién soy yo para saber qué opina Ana del Barrio, gran cronista de los quijotes que tropiezan con los molinos matritenses de Isabel Díaz Ayuso y José Luis Martínez-Almeida. Y quién soy para imaginar qué diría Irene Dorta, tan joven y tan magistral periodista de investigación. Solo acudo a la memoria para recordar que una tal Letizia Ortiz Rocasolano ganó su mismo premio, entonces llamado Mariano José de Larra, hace 24 años, casi en el siglo pasado. ¿Qué digo? ¡Casi en el milenio pasado!
Hecha esta confesión, empiezo por un matiz: Manu Leguineche escribió que «son muchos los que viven de los premios». Creo que no se refería a estos, porque vivir, lo que se dice vivir, es decir, llegar a fin de mes, incluso tomar una copa esta noche, es casi como la jornada laboral de Yolanda Díaz: la más hermosa de las utopías.
Lo que yo quiero proclamar es que, si existe la gloria, la gloria es esto. Josep Pla, que debía tener un ramalazo machista, imaginaba la gloria como un «estar rodeado de señoras que hablan poniendo la boca en forma de culo de gallina». Perdonadme, pero la frase es textual. Pues verá usted, maestro Pla: pensando, pensando, la gloria es que en una profesión cainita te premien compañeros de oficio más ilustres que tú y te entreguen el premio nada menos que los Reyes de España, con el superministro Félix Bolaños de testigo excepcional y Almeida de anfitrión.
Y esa gloria no encoge, pero se hace efímera, si se recuerda al enorme Fernando Fernán Gómez y uno de sus dichos, casi tan celebrado como sus célebres «¡a la mierda!». Al recoger un premio, Fernán Gómez sostenía este lacerante realismo: «A mí me da igual. Total, el año que viene se lo darán a otro».
Metido en ejercicios de humildad, vuelvo a la sabiduría de Leguineche, por un dicho necesariamente citable estos días: la prensa no es el cuarto poder; el cuarto poder es el cotilleo. Esto vale para una redacción, para Zarzuela, Moncloa, o esta Casa de Cibeles. ¡El cotilleo, motor de la opinión pública! ¡El cotilleo, guía de la democracia! Hasta Televisión Española lo considera un bien de Estado que hay que alimentar.
Al pensar se descubren cosas que debo decir, porque si no las digo, la gente cree que vives como el alcalde cuando no tiende la ropa en casa -ahora tenderá pañales- o la presidenta Ayuso, cuando no consigue comprar fruta. Esas cosas peores son las ‘fake’, las máquinas del fango y los fabricantes de bulos cuyo espectro sobresalta a Pedro Sánchez y a Bolaños como si topasen con el juez Juan Carlos Peinado.
Esto me conduce a lo que Jordi Juan, director de «La Vanguardia», escribe hoy mismo: que nuestro oficio es el mejor del mundo. Puede ser, director. Pero vive una transición desconcertante. Y no es por la tecnología. Es por su esencia. Es porque estamos pasando de la sociedad de la información (¿recordáis cuándo nos iba a hacer felices?) a la sociedad de la desinformación.
Es que ahí están las redes, que significan libertad al alcance de todos y la libertad es democracia. Pero temedlas, porque están suplantando a los medios. Pueden quitar oficio y pan al periodista de siempre. Y alarmaos, porque he leído a Màrius Carol que los reporteros pasan más horas buscando noticias en las redes que en la calle, los juzgados y los bares, que es donde está la información. Escuché a líderes de la televisión que no presumían de su audiencia, sino de haber sido ‘trending topic’. Es el triunfo del basurero de idiotas, que diría Umberto Eco.
En esa luminosa penumbra aparecen ‘influencers’ que compiten con poderosos emporios de publicidad. Famosos con más seguidores que todos los periódicos españoles juntos. Espontáneos de la opinión con más influencia en la economía que las bolsas y más influencia en la política que muchos partidos. Poderosos que quieren fabricar y ganar el relato para derrotar a la verdad. Triunfo de la mentira, con la que ya se ganan elecciones. Deterioro del sistema democrático. Ante todo eso, mi pensador de cabecera, Manuel Cruz, plantea una grave cuestión: «Los profesionales de la comunicación están obligados a preguntarse qué han hecho mal para perder la autoridad moral en la transmisión de la verdad».
Mi respuesta parte de la llamada del Rey Felipe a la dignidad en su último mensaje de Navidad y el Premio Carlomagno. «Dignidad, esa palabra tan devaluada», escribió Carlos Boyero. Pese a tal devaluación, le hemos escuchado, señor: luchemos por la dignidad. Esa es misión de toda la sociedad y de las asociaciones de la prensa, empezando por esta de Madrid que cuenta con activos como Vicente, Irene y Ana y la presidencia de una mujer de la talla de María Rey.
De su mano o por libre, luchemos contra los poderosos que alimentan la desinformación, porque creen que así prolongarán sus privilegios. Combatamos el anonimato de Internet, porque el anonimato es de cobardes, o de delincuentes potenciales, o de organizaciones que esconden su identidad para dañar al adversario y al diferente. Asumamos la petición de León XIV: «Desarmemos la comunicación de todo prejuicio, resentimiento, fanatismo y odio».
Y dejadme exclamar: ¡Sombrío momento histórico en que se acaba de celebrar el Día de la Libertad de Expresión con estos titulares: récord de periodistas asesinados el año pasado y «la libertad de expresión está en retroceso»! ¡Patético balance de las libertades, si además Bill Clinton avisa que, cuando el ciudadano no sabe lo que es verdad y lo que es mentira, está en peligro la democracia! ¡Triste mundo el condenado al miedo al engaño de quienes dominan su economía y gobiernan sus derechos! ¡Oscuro horizonte por la denuncia de José Antonio Marina de que el signo de este siglo es llamar la atención como sea y negarse a aprender, porque todo está en internet! Solo nos falta que la inteligencia artificial escriba editoriales… si no los está escribiendo ya.
Pero anoto una petición de Jordi Basté: «Hazme soñar, no me muestres tus sombras». Así que digo: ¡Alegre y esperanzador mundo en el que siempre ganan la honradez y la calidad y hoy me permite lanzar un sueño! ¡El sueño de hacer de la prensa, de los medios informativos, de vosotros, compañeros, de todos nosotros, el puerto refugio de la verdad! Quizá esa sea la auténtica libertad de expresión.
Cuando Bono, el cantante de U2, propone «luchar contra esa sensación general de que el mundo está jodido», vuelvo al origen de mis palabras sobre el pecado de pensar y me amparo otra vez en don Antonio Machado: «Confiamos, (¡confiamos!) / en que no será verdad / nada de lo que pensamos». Queridos amigos, amigas, compañeros, autoridades, majestades: siempre tienen razón los poetas; háganles caso, que en algo hay que confiar.
Y queridos miembros del jurado de los Premios de la Asociación de la Prensa de Madrid: en nombre de Vicente Vallés, Ana del Barrio, Irene Dorta y este escribidor, gracias por honrarnos tanto. Y una duda que copio de alguien más ingenioso que yo: ignoro por qué llaman fallo a algo que ha sido tan justo, tan correcto y tan merecido como darnos esta distinción.